En el asiento de enfrente del tren donde me senté ayer, estaba un chico de unos 17 ó 18 años como mucho diría yo. Al mirarle me di cuenta de que tenía ojos de haber llorado. No eran de emporrado, eran de llorar y de estar a punto de volver a hacerlo. Ver llorar a las personas siempre me pone triste, aunque no las conozca y empecé a pensar si se habría peleado con su novia, tendría algún familiar enfermo, se habría peleado con sus padres o que otra cosa podía haber provocado esa tristeza en su mirada. Escuchaba música atentamente y miraba por la ventana.
Ganas me dieron de decirle que no se preocupara que mañana volvería a salir el sol, por muy lluvioso que estuviese el día, pero como viene siendo habitual en mis trayectos en tren no dije nada. Empezó a hablar por el móvil con el auricular y hablaba con su padre. No había encontrado dos de los libros que había ido a comprar y le daba el encargo de que los comprara él. Le repitió el título tres o cuatro veces y soltó una carcajada diciendo: “¡Claro que saben lo que escriben! … vale pues muchas gracias. Adiós padre”.
Me sorprendió gratamente que riera abiertamente y me sorprendió aún más el uso de la palabra “padre” en un chico de su edad. Me quedé más tranquila y pensé que esta vez había hecho bien en no mencionar la obviedad de que mañana iba a salir nuevamente el sol. Aunque ahora que lo pienso una vez no me mordí la lengua y debería haberlo hecho, pero eso lo cuento otro día.