Me pierdo últimamente, durante 20 minutos por trayecto, callejeando por el barrio barcelonés de La Ribera. Nunca pensé que tendría algo que agradecer a Renfe, pero así es desde que debo bajarme en la estación de Francia. Disfruto del paseo al trabajo como una niña con zapatos nuevos. Camino con la mente en blanco y los ojos en cuatricomía, aspirando por cada poro de la piel la belleza rara y calmada de cada escena.
Descubro fachadas, tiendas, plazas y olores a cada paso. Mi nefasto sentido de la orientación hace que el recorrido varíe en cada trayecto. De repente aparezco en la calle dels Petons muy muy estrechita, tanto que tendrían que rebautizarla con el nombre de los Morreos, como voy a dar a la trastienda del taller de Joan Brossa. No deja de maravillarme la perduración de la tienda de bacalao y aceitunas, donde mis padres compraban de jóvenes, ni la belleza de un simple cartel de la floristería Flors and Flowers, cerrada ahora por vacaciones: cuadradito y lila, que contrasta con toda la piedra que le rodea. Farmacias antiguas de madera, panaderías con terracita en la plaza, adoquines, iglesias y bancos…
Al mediodía el escenario cambia por completo y se mezclan olores de orégano con curry. Mucha más gente, más vida, más ruido, menos intimidad. Deseé hace poco poder visitar la zona con lluvia y así lo pude hacer ayer. Lástima que la suela de mis zapatos resbaladiza no me dejara disfrutar como me hubiera gustado del paseo.
Echaré de menos todo este baño purificador cuando tenga que volver a bajarme en mi estación de siempre y aunque deba agradecer a la compañía ferroviaria estos paseos estivales, eso no quita que siga viajando sin billete hasta el servicio se normalice. Faltaría más.